Sigue siendo uno de los símbolos más icónicos de la lealtad en la literatura antigua.
Su historia proviene de La Odisea de Homero, un poema épico del siglo VIII a.C. que narra el largo y peligroso viaje de Odiseo mientras intenta regresar a su hogar después de la Guerra de Troya. Tras 20 años de ausencia llenos de batallas, naufragios y amenazas constantes de muerte, Odiseo finalmente regresa a Ítaca, su tierra natal, pero disfrazado. Nadie lo reconoce, ni siquiera su familia o sus amigos más cercanos. Pero hay un alma que sí lo hace. Argos, su viejo perro, descuidado y débil, tendido sobre un montón de suciedad, lo ve desde lejos. Sus orejas se levantan, su cola se mueve débilmente. A pesar de estar demasiado débil para levantarse, encuentra la fuerza para reconocer al único por quien había esperado durante todos esos años.
Esta breve pero poderosa escena aparece en el Canto 17 de La Odisea y ha permanecido como uno de los momentos más conmovedores de toda la literatura. Argos, olvidado por todos, pero aún aferrado a la esperanza, finalmente ve a su amo una vez más. Y con ese pequeño y silencioso momento de alegría, deja ir la vida, muriendo en paz. Es un testimonio del amor eterno de los perros: nunca olvidan, nunca dejan de esperar y nunca dejan de amar.
Argos, sin saberlo, se convierte en un símbolo universal de la fidelidad inquebrantable.
Pero más allá de lo que Homero nos ofrece, la figura de Argos ha inspirado a pensadores, escritores y amantes de los animales en todas las épocas. La historia de Argos ha sido reinterpretada en múltiples ocasiones, no solo como un canto a la lealtad, sino también como una metáfora de la espera y el significado del hogar. Simone Weil, filósofa francesa, mencionó a Argos en su ensayo El peso y la gracia, donde reflexiona sobre cómo la verdadera devoción a menudo ocurre en silencio y sin reconocimiento. Para Weil, Argos representa una pureza emocional que los humanos, con sus complejidades y egoísmos, a menudo pierden.
El escritor argentino Jorge Luis Borges, amante declarado de los perros, se refirió a Argos como “un emblema de la espera absoluta”. En sus ensayos, Borges planteó que los animales, en su relación con los humanos, reflejan nuestras mejores cualidades: paciencia, amor incondicional y fidelidad. La historia de Argos encarna, según él, esa perfección sencilla que los humanos solo alcanzan en sus momentos más sublimes. Borges escribió un hermoso poema titulado "A un perro", donde captura la esencia de la lealtad y el amor incondicional que solo un perro puede ofrecer.
En el poema, Borges describe al perro como un ser que no juzga, que no tiene el peso de la historia ni las complejidades de la razón. Para él, el perro es una figura casi sagrada, alguien que acompaña sin pedir nada, que comparte el mundo desde una mirada simple pero profundamente auténtica. Hay un aire de melancolía en los versos, como si el autor reconociera que la conexión con un perro tiene algo de efímero, pero también de eterno.
El poema exalta la nobleza de los perros como seres que viven en el presente, que no albergan rencores ni se complican con las contradicciones humanas. Borges, con su capacidad única de observar lo cotidiano y encontrar lo universal, ve en el perro un reflejo de una bondad esencial, casi como un recordatorio de lo que significa ser plenamente vivo.
Tal vez por eso Borges, en su poema, lo eleva más allá de su condición de compañero terrenal. Ve en el perro un modelo de nobleza, una lección viva de humildad. Donde nosotros complicamos, el perro simplifica. Donde nosotros dividimos, el perro une. No busca la gloria ni teme al olvido. Su vida es el testimonio de lo que significa existir con plenitud en lo esencial.
Borges, el maestro de las palabras y los laberintos, supo encontrar en un perro la respuesta a una pregunta que tal vez ni siquiera formuló: ¿qué significa vivir? Y la respuesta no estaba en los libros, ni en las bibliotecas infinitas que tanto amaba. Estaba en la fidelidad tranquila de un animal que no entiende de pasado ni de futuro, pero que en su ignorancia nos enseña lo que olvidamos al pensar demasiado.
Pero, volviendo a Ítaca.
La historia de Argos, como se narra en La Odisea de Homero, es una de esas pequeñas joyas que brillan entre las épicas aventuras y grandes batallas del poema. Es breve, casi como un susurro en medio del estruendo de los dioses y los héroes, pero su impacto emocional es profundo. Permíteme contártela con mi propia voz.
Odiseo había partido de Ítaca hace veinte años, primero para luchar en la Guerra de Troya y luego, por designio de los dioses, a vagar perdido por mares y tierras lejanas. Mientras tanto, su hogar se desmoronaba bajo el peso de la ausencia. Penélope, su esposa, resistía el acoso de los pretendientes; Telémaco, su hijo, crecía sin conocer a su padre. Y en un rincón olvidado de aquel mundo, su perro Argos, al que había criado desde cachorro, esperaba.
Argos había sido un perro fuerte y brillante en sus días de juventud. Homero nos lo describe como un animal imponente, ágil y lleno de energía, capaz de cazar las presas más esquivas y de acompañar a su amo con lealtad y valentía. Pero los años pasaron, y con ellos, la vitalidad de Argos se fue apagando. Cuando Odiseo finalmente regresa a Ítaca, disfrazado de mendigo por la diosa Atenea, encuentra a Argos tendido sobre un montón de estiércol, una sombra de lo que había sido.
En ese momento, ocurre algo extraordinario. Aunque los humanos que rodean a Odiseo no pueden reconocerlo tras tantos años y el ingenio de su disfraz, Argos lo hace. Con una mirada, una leve agitación de la cola y un esfuerzo desesperado por levantarse, el viejo perro identifica a su amo. No necesita palabras, ni pruebas, ni explicaciones. Lo sabe. Su corazón lo sabe.
Odiseo, al verlo, siente una punzada de dolor. No puede acercarse ni mostrar emoción, pues su identidad aún debe mantenerse oculta. Sin embargo, en ese instante, entre el hombre y su perro se establece un puente invisible, un reencuentro silencioso que trasciende el tiempo y las palabras. Argos, al cumplir su propósito de ver a su amo una vez más, exhala su último suspiro. Muere en paz, como si hubiera esperado todo ese tiempo solo para este momento.
La escena es breve, apenas unas líneas en el vasto poema, pero su peso es inmenso. Argos no es solo un perro; es un símbolo de lealtad inquebrantable, de amor que persiste incluso en el abandono y el olvido. A través de él, Homero nos recuerda que las conexiones verdaderas no desaparecen con la distancia ni el tiempo, y que incluso las almas más olvidadas tienen un propósito que cumplir.
Este momento en La Odisea resuena porque toca algo profundo en nosotros. Argos representa esa espera paciente, ese amor puro y desinteresado que nos espera, incluso cuando nos sentimos más perdidos. Nos viene a decir que, aunque el mundo cambie y nosotros cambiemos con él, algunas cosas esenciales permanecen.
Fragmento:
"Así hablaban entre ellos y un perro echado levantó la cabeza y las orejas. Era Argos, el perro del paciente Odiseo, que él mismo había criado, pero no llegó a disfrutar antes de partir hacia la sagrada Ilión. Antes lo llevaban los jóvenes a cazar cabras monteses, ciervos y liebres, pero ahora, ausente su dueño, yacía despreciado sobre el estiércol de mulos y bueyes, que amontonaban delante de las puertas hasta que los esclavos se lo llevaban para abonar los grandes campos. Allí yacía el perro Argos, cubierto de garrapatas.
Entonces, cuando advirtió que Odiseo estaba cerca, movió la cola y dejó caer las orejas, pero no tuvo fuerzas para acercarse a su amo. Odiseo, mirando a otro lado, se enjugó una lágrima, tratando de ocultárselo a Eumeo, y le dijo:
—Eumeo, es extraño que este perro echado en el estiércol sea tan hermoso en forma, pero no sé si fue también rápido en la carrera o sólo era como los hombres que sirven de adorno en los banquetes.
Y tú le contestaste así, porquerizo Eumeo:
—Este es el perro de un hombre que ha muerto lejos. Si tuviera el vigor que tenía cuando Odiseo lo dejó al partir hacia Troya, te asombrarías al verlo por su rapidez y fuerza. Nunca se le escapaba la pieza que perseguía en los bosques, y además era un perro muy listo para seguir rastros. Pero ahora lo domina el mal, pues su amo ha muerto lejos y las mujeres descuidadas no lo atienden. Porque los esclavos, cuando sus amos ya no los controlan, no quieren trabajar como antes, pues Zeus quita a los hombres la mitad de la virtud cuando el día de la esclavitud los atrapa.
Así habló y entró en la bien construida casa, dirigiéndose al palacio de los ilustres pretendientes. Y el destino de la negra muerte se apoderó de Argos en cuanto vio a Odiseo después de veinte años."
En un plano más cotidiano, Argos nos recuerda la importancia de las conexiones auténticas, aquellas que no necesitan palabras ni grandilocuencia. ¿Cuántos de nosotros hemos sentido esa mirada silenciosa de un perro que todo lo comprende sin necesidad de explicaciones? En Argos, Homero encapsula esa relación que atraviesa las épocas y las culturas: el amor puro y sin condiciones.
Hoy, la figura de Argos sigue viva en quienes ven a sus mascotas como algo más que simples compañeros. Argos nos invita, a valorar el amor que nos rodea y a esperar, incluso cuando parece que la espera no tiene sentido.
Hay en la mirada de un perro una verdad que los humanos solemos esquivar. Es una mirada que no reclama, que no juzga, que no se pierde en las complejidades de lo que fue o lo que será. Es una mirada que simplemente está, anclada en un presente absoluto, como si el tiempo no existiera más allá de ese instante compartido.En su caminar silencioso junto a nosotros, el perro no pretende cambiar el mundo ni conquistar el cielo. No necesita un propósito grandioso para justificar su existencia como nosotros lo necesitamos. Su lealtad no exige, su amor no pide explicaciones. Habita un mundo de gestos simples y eternos: un movimiento de cola, un hocico que busca nuestra mano, un suspiro que se acomoda al ritmo de nuestra vida.
Tal vez por eso Borges, en su poema, lo eleva más allá de su condición de compañero terrenal. Ve en el perro un modelo de nobleza, una lección viva de humildad. Donde nosotros complicamos, el perro simplifica. Donde nosotros dividimos, el perro une. No busca la gloria ni teme al olvido. Su vida es el testimonio de lo que significa existir con plenitud en lo esencial.
Quizás el verdadero héroe de La Odisea no sea Odiseo, sino este perro olvidado, que, sin importar las dificultades, cumplió con su propósito. En su muerte, Argos deja una lección que permanece viva: el verdadero amor no necesita reconocimiento ni recompensa, solo la posibilidad de ser.
Es en la devoción silenciosa del perro donde hallamos un espejo de lo mejor que podemos ser: leales, presentes, capaces de amar sin pretensiones. Borges lo entendió y, a través de su poema, nos invita a mirar de nuevo, a detenernos en aquello que parece sencillo, pero que contiene un universo.
Que nunca olvidemos lo que un perro nos ofrece sin pedir nada a cambio: un amor que, aunque callado, grita lo que significa ser verdaderamente humano.
Nos seguimos encontrando en este Camino Medio.
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